viernes, 3 de enero de 2014

CAPÍTULO DOS

Cuando me despierto aún es de noche, como todos los días. No necesito mirara el reloj para saber que son las cinco de la mañana. Hace años, mi mente se acostumbró a despertarse un par de horas antes de que saliera el sol.
Bajo de la litera sin hacer ruido y del interior de la almohada saco unos pantalones ajustados negros. Después, me acerco al armario empotrado que comparto con Chloe y saco unas deportivas que hay ocultas entre un montón de ropa. Me quito la camiseta del pijama y me dejo la camiseta de tirantes azul oscura. A continuación, me acerco a la ventana y la abro. Comienza a hacer más frío conforme pasan los días, pero ésto no es ningún impedimento para lo que yo llamo “mi liberación”. Me subo al alféizar de la ventana y me agarro con fuerza al canalón que hay al lado de ésta. Con gracilidad desciendo por él. La primera vez que lo hice acabé con un gran corte por toda la pierna para el cual no tenía excusa, ni tampoco para la cojera que siguió a los días siguientes. Sin embargo, mi hermana les dijo a mis padres que me había caído de la litera y me había cortado con un hierro mal soldado. Por supuesto, mi madre no me creyó, y empezó a desconfiar de mí.
Cuando mis pies saltan al húmedo césped del jardín, compruebo que ningún vecino me haya visto, y que todas las luces de mi casa estén apagadas. No encuentro problemas. Salto la valla de madera y camino con cuidado por la calle hasta que llego a la esquina. Al girar, me agacho para levantar una de las baldosas, debajo de la cual hay una sudadera negra un par de tallas más grande de la ropa que suelo llevar. Me la pongo, subo la cremallera hasta arriba y empiezo a correr. Corro hasta que me arden los pulmones y, entonces, aflojo el ritmo.
Llego a los límites del distrito y apoyo una mano sobre las vías del tren. Permanezco así, prestando atención, hasta que noto vibraciones bajo las yemas de mis dedos, y me alejo un par de metros. El tren no tarda en llegar, corro junto a él y me agarro al asidero del primer vagón abierto que pasa junto a mí y, de un salto, entro en él. Este salto, considerado una locura para la mayor parte de los miembros de la facción a la que pertenezco ahora mismo, se ha convertido en algo cotidiano para mí desde hace años.
Durante el breve trayecto en tren, me siento en el borde del vagón y contemplo la ciudad. Los edificios blancos y negros de la sede de Verdad contrastan con los azules de Erudición. La zona por la que pasa el tren, la zona en la que viven los abnegados, se caracteriza por un paisaje monótono con calles mal asfaltadas y casas con aspecto de cubos grises, todas iguales. A lo lejos distingo la valla que nos separa del exterior y de las granjas de Cordialidad. Justo en la zona opuesta de la ciudad a la que me dirijo, está el pantano y una zona abandonada en la que debe de estar la facción de Osadía. Por lo menos, de allí es de donde llegan los jóvenes osados al acudir al centro de la ciudad. Por último, está la zona a la que me dirijo, llena de edificios destartalados, abandonados y medio derrumbados: el lugar donde viven los sin-facción.
Cuando las vías del tren se elevan unos metros para pasar sobre el tejado de uno de estos edificios, me lanzo desde el vagón. Caigo rodando por el suelo y me incorporo antes de caer por el borde.
Bajo del edificio por una escalera de incendios que hay en uno de los laterales, a punto de ceder, y corro por las calles oscuras. Cualquier persona se perdería en ellas si no las hubiese recorrido cientos de veces. Cuando llego al edificio más grande de esta parte de la ciudad, me dirijo a la parte de atrás y entro en el pequeño callejón que lo separa del siguiente edificio. Camino despacio, prestando especial atención a todo lo que me rodea. Antes incluso de escuchar la voz, noto la presencia de alguien y me dispongo a atacarle.
-Vaya, vaya. Has crecido.
Bajo una vieja escalera hay un abandonado apoyado en la pared. La luz de la luna es lo único que me permite distinguirlo en la oscuridad del callejón.
-No te conozco - digo con voz amenazante.
-No me recuerdas – me corrige- Pero yo a ti sí. Te vi cuando eras pequeña con Stan.
Me acerco con cuidado al desconocido. Lleva ropas andrajosas y tiene un vaso humeante en una mano. Es joven, bastante joven. Tras la barba y la suciedad le encuentro cierto atractivo.
-Necesito verle - digo con cautela - ¿Puedes encontrarlo?
-¿Qué conseguiré yo a cambio? - Pregunta, mirándome con recelo.
-¿Qué es lo que quieres?

El viaje en tren de vuelta a la facción de Erudición trascurre demasiado rápido, seguramente porque lo paso sumergida en mis recuerdos.
Cuando vuelvo al suelo firme ya ha amanecido, por lo que corro deprisa para llegar a tiempo a mi casa. Antes de entrar en mi calle, me quito la sudadera y la guardo bajo la misma baldosa en la que estaba. Mañana será la última vez que necesite esconder mi ropa oscura.
Salto la vaya del jardín y subo por el canalón. Por suerte, dejé la ventana abierta. Más de una vez he tenido que esperar sentada en el alféizar a que mi hermana se levantara. Dejé de intentar llamarla o golpear el cristal porque cuando duerme profundamente no hay quien la despierte.
-¡Al fin! - Exclama Chloe saliendo en ese instante del baño - Empezaba a pensar que no te vería más.
-Me he entretenido un poco - digo, recuperando el aliento.
-Pues más vale que te des prisa.

Hoy son las pruebas de aptitud. Lo que significa que mañana cada uno tomará su propio camino. Hoy, cada chico de dieciséis años pasará por una simulación y, al final de ésta, sabrá en que facción debe estar, aunque siempre es libre de cambiar de decisión.
Mis padres nos llevan a ambas en coche. Mi madre es profesora en el colegio y mi padre insiste en acompañarnos todos los días. Hoy, además, se ha presentado como voluntario de Erudición para llevar a cabo las pruebas de aptitud. Por el camino, él y Chloe no dejan de hacerse preguntas el uno el otro acerca de lo que estamos dando en el colegio. Mi madre y yo preferimos guardar siempre silencio.
Mi padre detiene el coche frente al edificio y se da la vuelta para mirarnos a mi hermana y a mí.
-Puede que esta sea la última vez que hablemos. - anuncia – Puede que esta noche trabaje demasiado o que vosotras decidáis aislarlos para recapacitar sobre vuestras decisiones. Sé que cuando salgáis esta tarde de ese edificio no seréis las mismas personas y quiero que sepáis que, a pesar de la decisión que toméis, siempre seréis mis pequeñas.
En cuanto dice esto, sin esperar a ver si el sermón continúa, abro la puerta y bajo del coche. Cierro de un portazo y me separo un par de metros, esperando a mi hermana. Sin embargo, la primera en salir no es ella, sino mi madre.
-¿No vas a decir nada, Eleanor? - pregunta.
-Sí – afirmo en el mismo instante en el que mi hermana sale del coche – No nos esperéis a la salida. Volveremos andando.
Me doy la vuelta y comienzo a subir los escalones que conducen al interior de la escuela. Reconozco los pasos de mi hermana a mi lado, pero me niego a mirarla. Seguro que tiene esa mirada acusadora. No me dice nada hasta que no empezamos a subir las escaleras que nos llevan a la planta de arriba.
-Podrías ser más educada, ¿sabes?
-Ponte en mi lugar, es más difícil de lo que crees.
Aunque intento relajar el tono de voz con ella, me es imposible.
-Crees que te odian pero no es así.
-No – niego, deteniéndome en seco y mirándola a los ojos – Papá no me odia. Sabe que soy osada y lo respeta. Es ella la que disfruta mortificándome.
-¿Mortificándote? - pregunta atónita - ¿Cómo? Ni si quiera te lo echa en cara, Eleanor.
-Claro. Tú no te das cuenta porque eres la hija adorable que jamás los defrauda. Yo no, Chloe. Soy libre, y eso le molesta muchísimo a ella.
Dicho esto empiezo a caminar de nuevo y dejo a mi hermana atrás con sus pensamientos.

Al ser el día de las pruebas de aptitud, las clases se reducen a la mitad. La hora de la comida llega antes de lo que esperábamos, y las pruebas son justo después. A pesar de saber demasiado bien cuál será mi destino, también yo estoy algo nerviosa. En el comedor los estudiantes nos distribuimos por facciones.
A un lado están los abnegados, vestidos de gris, concentrados en sus judías (comida de abnegados) aquellos que no han terminado de comer o sentados tranquilamente, esperando. Estirados. Me imagino entre ellos y enseguida veo que no encajo. El egoísmo siempre ha formado parte de mi vida y sería incapaz de tratar por igual a todas las personas, independientemente de la facción a la que pertenecen. Supongo que también me veo algo influenciada por los artículos que los eruditos publican sobre nuestros gobernantes, en su totalidad abnegados. ¿De verdad podemos estar gobernados por personas que tratan por igual a los abandonados, aquellos que no fueron capaz de formar parte de ninguna facción? Incluso yo, que llevo años tratando con ellos, no puedo evitar mirarlos con asco. ¿Qué pensaría mi facción si supiese que cada noche trato con ellos? En ese caso, no estaría mal pertenecer a Abnegación. Pero nunca me ha importado lo que las facciones opinen sobre mí. Sin dudad, los osados verían lo que hago como un acto de valentía, de coraje.
Sus mesas está en la otra punta del comedor. Ríen, gritan y juegan. Llevan tatuajes y piercings y visten de color negro. Sus ropas son ajustadas en su mayoría. Sin duda alguna, debería estar con ellos. En todas las facciones me veo encerrada, oprimida por sus normas. Ellos son libres de arriesgar sus vidas y disfrutan haciéndolo, al igual que yo.
También están las mesas de Verdad y Cordialidad. En la primera, los estudiantes vestidos de blanco y negro no dejan de organizar debates. Me imagino entre ellos y tampoco encajo. Ellos, a pesar de estar en desacuerdo los unos con los otros, respetan las ideas del contrario y se interesan siempre por las razones que los llevan a pensar de una manera u otra. Yo acabaría gritando y golpeando a alguien. Mi hermana Chloe puede que sí encajara entre ellos. Capaz de respetar sus opiniones y dar la suya propia sin miedo a las represarias. Sin embargo, sería incapaz de rebelar sus secretos. Las mesas de Cordialidad están casi vacías. Los estudiantes se sientan en el suelo, jugando y cantando. Entre ellos encuentro a nuestro primo. Desde luego, yo sería incapaz de sentarme y jugar, evitando todos los enfrentamientos y mintiendo para conseguir la paz. Intento imaginarme a mi hermana. No sería feliz, desde luego. ¿Pero eso importa? ¿No es más importante su supervivencia?
Por último está nuestra mesa: la de los eruditos. Con decir que hay que mover columnas de libros para vernos los unos a los otros está todo dicho. Las pruebas de aptitud que tendrán lugar dentro de quince minutos no son ninguna escusa para dejar de llenarnos de información. Cuando bajo la mirada, encuentro una nota doblada. La abro con cuidado.
No sé qué hacer.
Junto a mí, está mi hermana. No está concentrada en su libro de Historia de las Facciones a pesar de tenerlo abierto justo delante y llevar sus gafas de pasta puestas. No deja de romperse las uñas.
Has vivido 16 años en Erudición. - escribo - Sabrás comportarte como una cordial o...
Le paso la nota con disimulo y no tardo en recibirla. Las letras están demasiado marcadas.
No pienso comportarme como una abnegada.
Lanzo un largo suspiro y meto la nota en mi vaso de agua. Me giro y aparto los libros que hay entre nosotras.
-¿Vas a dejar que la relación entre dos facciones afecte a tu futuro? - pregunto amargamente.
Chloe baja la mirada en busca de una respuesta.
-No quiero defraudar a nuestra familia.
-¿Ves? - exclamo, haciendo que el erudito que hay a mi izquierda carraspee – Eso demuestra que eres una estirada, Chloe.
-No los llames así.
-¿Qué? - pregunto sin comprender.
-A los abnegados – explica – No los llames esturados.
-¿Por qué? – pregunto, pinchándola - ¿Te molesta? ¿Te sientes demasiado identificada con ellos?
-¡Es una falta de respeto! – exclama. - Además, - añade, bajando la voz – sabes perfectamente que no soy abnegada.
-Silencio, por favor.
Levantamos la cabeza. No es ningún erudito el que pide silencio, sino un hombre vestidos de gris, un abnegado, con un trozo de papel en la mano. Carraspea antes de seguir. El comedor acaba de quedarse mudo.
-Os llamaremos a la inversa del orden alfabético – anuncia.
Comienzan a salir grupos de estudiantes. Dos de cada facción cada quince minutos. En algún momento mi hermana me agarra con fuerza la mano y, a pesar del dolor, no me suelto.
-De Erudición: Eleanor y Chloe Stone.
Antes de levantarme observo a mi hermana. Está pálida, tan blanca como la cal.
-Tranquila – le susurro, ayudándola a levantarse.
-No puedo – dice, apoyándose en mí.
-¿Necesitas ayuda? - pregunta el abnegado de la lista acercándose.
-No – niego secamente.
Cojo a mi hermana por la cintura, cargando sobre mí casi la totalidad de su peso. Está temblando de terror. Me imagino cómo debe sentirse. Para mí es fácil, pues sólo tengo que mostrarme como soy en realidad, sin embargo ella no puede hacer eso. Antes de entrar en la simulación debe elegir cómo actuar.
Pasamos por la mesa de los osados, que nos miran con curiosidad, sobre todo a mí. Quiero gritar que no soy erudita, que soy como ellos. Sin embargo, me dirijo a la salida. Una vez fuera del comedor nos encontramos con una fila de diez salas separadas por un cristal. Una mujer vestida de gris me llama. Pienso en cambiarnos, nadie se daría cuenta. Sin embargo, no sé lo que habrá dentro de esas salas. Puede haber un reconocimiento de sangre. ¿Y entonces? Podría meterme en serios problemas. Sin embargo, se me ocurre otra cosa.
-Chloe – susurro al oído de mi hermana – Escuchame atentamente. Las pruebas no significan nada. Puedes cambiar de decisión mañana. Comportate como una abnegada, es lo que mejor se te da. Tienes veinticuatro horas para decidir qué hacer con tu vida. Pero ahora, hazme caso a mí, ¿vale?
Asiente y me abraza.
-Nos vemos enseguida – me promete.

Asiento a pesar de saber que, cuando salgamos de la simulación, ninguna de las dos será la misma... y muchísimo menos ella.